La cultura popular ha despertado desde siempre un miedo endémico, y ninguna de las formas que ha adoptado históricamente se ha librado de ese estigma: la literatura popular (desde las dime novels y penny dreadfuls en el siglo XIX, hasta las pulp magazines y libros de bolsillo en el XX), las nuevas formas léxico-pictóricas (tiras de prensa y luego comic books), pasando por supuesto por las incipientes formas musicales (ragtime, jazz, rock and roll...), y no digamos de aquéllas que además conllevaban un nuevo soporte tecnológico (radio, cine y televisión). Las acusaciones de los críticos se reproducen en todos estos casos casi siempre de forma milimétrica: corrupción de la juventud, inducción a conductas inmorales (sexo) e ilegales (delincuencia), adicción, pérdida de valores tradicionales y depauperación de los estándares educativos y culturales. Y siempre, de forma inevitable, existe un componente elitista y hasta cierto punto conservador; la idea de que "cualquier tiempo pasado fue mejor" y de que "nosotros eso no lo hacíamos".
A mediados de los años 90 le llegó el turno a los videojuegos. Con ellos sucedió algo muy semejante a los cómics: como estos últimos, no generaron demasiada controversia mientras se concibieron como productos inocentes, de estilo cartoon y aptos para todos los públicos. Ni Pong, ni Pac Man o Space Invaders suscitaron demasiado revuelo. La situación para ambos medios cambió cuando se adentraron en nuevos géneros, en los que sobre todo la violencia era un plato fuerte. Y así, los crime comics pusieron a la industria de la historieta en el ojo del huracán, del mismo modo que los videojuegos de disparos (como los "first-person shooters") y de lucha (sobre todo a medida que iban haciéndose más realistas sus antaño esquemáticos sprites) desataron el rechazo hacia una industria que hasta ese momento no había despertado demasiadas suspicacias.
En otro detalle se asimilan los recelos hacia cómics y los sufridos por los videojuegos: en ambos casos desencadenaron intensas campañas institucionales que culminaron con sendos comités de investigación senatoriales, en 1954 y 1994, respectivamente, y que obligaron a las industrias editorial y de videojuegos a autorregularse con la creación del Comics Code Authority y del Entertainment Software Rating Board, en uno y otro caso. También tienen en común el que las campañas críticas con dichos medios desembocaron en intentos de regulación jurídica que fueron declarados inconstitucionales por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
En el caso de los videojuegos, esa intervención judicial se produjo en 2011, declarando la disconformidad con la Constitución de una ley californiana de 2005 (Bill 1179) sancionada por el entonces gobernador Arnold Schwarzenegger. En sustancia, la ley introducía la exigencia de que en las carátulas de los videojuegos violentos figurase una etiqueta bien visible indicando que sólo eran aptos para mayores de 18 años. La venta de un videojuego de estas características a menores conllevaba una multa de hasta mil dólares.
Cuando el Parlamento de California elaboró la ley, tuvo bien presente experiencias legislativas anteriores, en las el Tribunal Supremo había declarado inconstitucionales normas previas con las que se había intentado limitar medios de ocio. Así que en esta ocasión la asamblea californiana trató de adecuarse a las exigencias del Tribunal Supremo. Entre esas experiencias previas es muy probable que contemplase la de una ordenanza municipal aprobada en 1948 en Los Angeles para prohibir los comic books violentos, y que fue anulada por la alta instancia judicial federal (Katzev v. County of Los Angeles, 52 Cal.2d 360, 1959). A fin de evitar que le sucediese lo mismo con su ley dirigida a los videojuegos, tomó cautelas en tres sentidos: justificar por qué consideraba necesario intervenir en el mercado de los videojuegos, definir con cuidado qué se consideraba por contenido violento en ese producto, y exigir una etiquetación para ese software que permitiera al vendedor saber que se trataba de un bien destinado a adultos y que, por tanto, sería sancionado si lo vendía a menores.
Nada de lo anterior convenció suficientemente al Tribunal Supremo, quien falló a favor de la industria de los videojuegos, declarando inconstitucional la ley por vulnerar la primera enmienda (libertad de expresión). Una resolución sin embargo jurídicamente muy deficiente y que contó con dos votos particulares que en muchos aspectos son bastante más correctos que aquélla.
El único aspecto realmente inobjetable de la sentencia reside en su conclusión de que los videojuegos están protegidos por la primera enmienda, es decir, entrañan ejercicio de la libertad de expresión. A partir de esa obviedad, el alto tribunal empieza a patinar. Y lo hace por no aplicar correctamente el principio de proporcionalidad que debe seguirse para decidir cuándo la libertad de expresión (y por tanto en este caso los videojuegos) puede limitarse constitucionalmente. Para que una medida limitativa de un derecho fundamental (en este caso la libertad de expresión) sea constitucional, debe justificarse que sea necesaria e idónea. Y para el Tribunal Supremo, la ley californiana no era ni lo uno ni lo otro.
No era una ley necesaria, en primer lugar, porque, a decir del alto tribunal, en ella no se justificaba suficientemente la exigencia de intervenir en la industria de los videojuegos. La ley apelaba a que, según determinados estudios científicos, los videojuegos violentos desencadenaban conductas antisociales (efecto psicológico) y reducían la actividad de los lóbulos frontales del cerebro (efecto psicofísico). Pero, al parecer del Tribunal Supremo, estas justificaciones resultaban insuficientes; no por irracionales, sino porque consideraba necesarios más estudios que de forma casi incontrovertida demostrasen esa repercusión de los videojuegos en la psique de los menores. Que el Tribunal exigiese una motivación para esa ley restrictiva era lógico, ya que así lo exige la denominada cláusula de "clear and present danger", que impone que siempre que se limite un derecho deba demostrarse la existencia de un riesgo actual y evidente que lo justifique. Pero el problema es que, tal y como señaló con lucidez el juez Samuel Alito en un voto particular concurrente, el listón de "veracidad" que estaba imponiendo el Tribunal era tan elevado que resultaría imposible limitar nunca la libertad de expresión.
Más curioso aún resultaba que el Tribunal Supremo señalase que esa limitación que pretendía imponerse ni siquiera contaba con "tradición" en el sistema constitucional estadounidense, a diferencia de lo que sucedía con la obscenidad, que desde el siglo XIX había estado sujeta a leyes limitativas. El argumento denota que en algunos casos la jurisprudencia estadounidense parece seguir rigiéndose por los patrones del common law británico, otorgando a las instituciones tradicionales el valor de ley y recelando de nuevas medidas. El argumento es jurídicamente insostenible: una nueva realidad puede exigir una medida específica de limitación de derechos fundamentales que, por lo mismo, carecerá de precedentes. Así, por ejemplo, los avances genéticos dan lugar a medidas restrictivas en la libertad de creación científica, a fin de impedir que se cometan excesos, y tales limitaciones no pueden tener precedentes al ser resultado de innovaciones tecnológicas antaño impensables.
No obstante, para apuntalar su idea de que la ley era innecesaria, el Tribunal Supremo alegó también que la violencia de los videojuegos en nada se diferenciaba de la de otros medios y, por tanto, restringir sólo aquella forma de ocio resultaba discriminatoria e injustificada. Si los videojuegos eran inmersivos, también lo era la literatura o la televisión, y por tanto los magistrados no hallaban motivos para que California se centrase sólo en los primeros.
Con tal argumentación, el Tribunal Supremo volvía a errar en sus argumentos llegando incluso a excederse de sus cometidos judiciales. Los estudios científicos incidían no sólo en los efectos nocivos de algunos videojuegos, sino en que la interacción que estos implicaban convertía al usuario en protagonista directo de la acción, algo que en absoluto se produce ni en la literatura (ni siquiera en la de "elige tu propia aventura", que el Tribunal ponía por ejemplo) ni en la televisión, donde el consumidor es sujeto pasivo. Si el Tribunal consideraba que los argumentos científicos eran poco consistentes, lo más sorprendente es que él mismo se erigiese en un órgano pseudocientífico que, sin conocimiento alguno, desdecía lo que señalaban autoridades académicas tras años de estudio. Una vez más los votos particulares a la sentencia, firmados por Samuel Alito y Clarence Thomas, fueron más coherentes que la resolución, destacando el absurdo de que el Tribunal Supremo equiparase medios de comunicación tan distintos como eran la literatura y los videojuegos, y que considerase que todas las manifestaciones violentas se hallaban amparadas por la primera enmienda, incluso si se dirigían a menores de edad.
Aparte de innecesaria, para la sentencia la ley californiana era además inidónea. Y es aquí donde el Tribunal estuvo más desafortunado, si es que eso era ya posible. En lo que no era más que una valoración política, alegó que la medida adoptada por California no era "la más idónea" para evitar los videojuegos violentos, porque ya existía un sistema de calificación de los videojuegos (adoptado voluntariamente por la industria) y, además, la ley californiana restringía el derecho de aquellos padres que considerasen adecuado que sus hijos consumiesen productos violentos, al impedir la norma que sus retoños los comprasen sin autorización paterna.
Que tan absurdos argumentos procedan de todo un Tribunal Supremo resulta insólito. En primer lugar, lo que ha de ponderar un tribunal no es si las medidas son "las más idóneas", sino si son simplemente "idóneas". El matiz es relevante: la cuantificación de la idoneidad es una decisión política; lo único que puede restringir el tribunal son los casos en los que la medida escogida no sirve en absoluto para el propósito perseguido, es decir, cuando resulta manifiestamente inidónea. Imagínese el lector que se quiere evitar el consumo de tabaco; para ello las autoridades deciden incluir (como se hace en España) una advertencia en las cajetillas del riesgo que asume el consumidor. ¿Es la medida "más idónea"? Por supuesto que no; por ejemplo, prohibir la venta de tabaco lo sería más. Pero, ¿es idónea? Desde luego es racional, advierte al consumidor y además se trata de una información muy bien visible. Luego sí es idónea, y el tribunal no podría prohibirla por no ser la mejor de las opciones posibles; la decisión de elegir unas u otras es política, no jurídica. Sin embargo, imaginemos que para evitar ese consumo de tabaco se obliga a que esa advertencia se incluya en los paquetes de pañales. ¡Ahí sí que la medida es manifiestamente inidónea, porque difícilmente sirve de forma objetiva al propósito elegido! Es en ese momento cuando el tribunal tiene algo que decir.
Pero donde la resolución del Tribunal Supremo llegaba a las más altas cotas de desatino era al considerar que no podía restringirse el derecho de los padres a permitir que sus hijos consumiesen productos violentos y que, además, la existencia de un sistema de clasificación de los videojuegos por edades ya resultaba suficiente medida para tutelar a los menores. En primer lugar, la ley obligaba a este sistema, que en esos momentos era puramente voluntario, lo que entrañaba una mayor garantía. Pero, en segundo lugar, decir que esa advertencia ya era suficiente, y no podían adoptarse medidas más severas es, una vez más, convertir a los jueces en legisladores. Si se sigue el absurdo planteamiento del Tribunal Supremo, sería lícito vender alcohol a los menores, si simplemente se adoptara la cautela de que en la botella se indicase que sólo la podían adquirir mayores de edad. Incluso las armerías podrían dispensar armas a los menores: bastaría con que en la culata de la pistola se grabase "Producto para mayores de edad". En fin, si en la cartelera indica que un espectáculo o película es clasificada X, hecha la advertencia se habría cumplido el objetivo, y en la taquilla sería posible vender entradas a un infante. Según la insólita resolución del Supremo, ¿por qué va a impedirse que un niño sea alcohólico, esgrima un arma o asista a una película de sadomasoquismo, si sus padres consideran que todo ello es apropiado para el muchacho?
La sentencia, por tanto, no tiene ni pies ni cabeza. Es irracional de principio a fin y demuestra la preocupante falta de criterio jurídico que tienen en ocasiones los tribunales dedicados a la garantía constitucional. Para acabar de lucir tan catastrófica resolución, el Tribunal, excediéndose de nuevo en el ejercicio de sus competencias, calificó gratuitamente la ley californiana como un nuevo intento (fracasado gracias al Supremo, diría implícitamente) de controlar los medios de ocio violentos. Y relataba como precedente la inconstitucionalidad de una ley neoyorquina que había intentado limitar la venta de publicaciones violentas, y que había sido en su día declarada también inconstitucional. Pero es que los casos no tenían nada que ver.
La sentencia que mencionaba el Tribunal Supremo fue dictada en 1948 (Winters v. New York, 333 U.S. 507, 1948), y en ella la argumentación era jurídicamente exquisita. La declaración de inconstitucionalidad había respondido, en aquel caso, a que la ley del Estado de Nueva York cuestionada (que databa de 1884) no definía claramente qué consideraba como publicaciones violentas, de modo que tal indefinición afectaba a la decimocuarta enmienda (el derecho a un proceso legal debido). Y es que, con tal vaguedad, era posible prohibir cualquier cosa, incluidos los cuentos de los Hermanos Grimm. Nada de esto sucedía con la ley californiana de 2005 sobre videojuegos que, para evitar incurrir en ese mismo error, había definido con bastante precisión qué entendía por videojuegos violentos: aquellos que incluyeran las opciones de matar, mutilar, desmembrar o atacar sexualmente a una imagen con forma humana. Para atinar más, llegaba a exigir que se cumplieran una serie de condiciones. Considerado el juego "en su conjunto" (y por tanto no sólo partes aisladas del mismo):
- Debía ser mórbido o pervertido para un menor, según la consideración que se tenía en los estándares comunitarios.
- Debía carecer de interés desde un punto de vista literario, artístico, político o científico.
- Y, sobre todo, debía permitir al jugador infligir daño severo en imágenes de seres humanos o personajes con características sustancialmente humanas; daño perpetrado de forma atroz, cruel, depravada, con tortura o abuso físico grave. Empleando, en definitiva, una violencia innecesaria para causar muerte.
La definición era mucho más detallada que la ley neoyorquina de 1884, a fin de eludir que se violase la decimocuarta enmienda. Si al menos el Tribunal hubiese declarado que los términos en los que se definía qué era un videojuego violento resultaban aun así muy imprecisos (algo que sí mencionó en su voto particular el magistrado Alito), hubiera habido similitud entre las sentencias de 1948 y la de 2011, y la resolución habría sostenido un buen argumento jurídico. Pero no fue así: en esta última resolución el Tribunal Supremo no echó en falta una mejor definición legal de violencia; simplemente decidió que la norma era innecesaria porque no había un problema real con los videojuegos que debiera afrontarse.
A la postre todo apunta a que el problema radica en la mentalidad que tiene parte de la sociedad estadounidense y que en este caso el Tribunal Supremo ejemplarizó. La obscenidad siempre ha sido repudiada, pero no así la violencia. De hecho, en la sentencia se deja claro que una forma artística obscena no es libertad de expresión, pero una violenta, sí lo es. Como señaló el propio juez Alito, en Estados Unidos resulta más fácil prohibir "girlie magazines" que productos dirigidos a menores plagados de sangre y vísceras. De ahí el distinto tratamiento que da el Tribunal Supremo a uno y otro caso: en tanto cualquier producto obsceno es cuestionado, un medio violento cuenta de antemano con un mayor margen de tolerancia jurisprudencial. Que en un país donde anualmente se producen miles de homicidios, en los que a menudo están implicados menores (ya sea como víctimas ya como ejecutores) se considere que el sexo resulta más preocupante que la violencia es algo que invita a reflexionar.
Entiéndase que con todo lo anterior no quiero decir que deban prohibirse los videojuegos violentos. Simplemente resalto que no resulta inconstitucional que se vete la venta de cierto software a menores si su contenido resulta inapropiado para ellos. Es una decisión que compete a los legisladores.
Para saber más:
La bibliografía estadounidense sobre la dimensión legal de los videojuegos suele centrarse de forma casi exclusiva en el problema de la propiedad industrial, obviando una cuestión tan relevante como la incidencia de esa forma de ocio en la libertad de expresión y de producción artística. No obstante, algunas referencias pueden hallarse en el libro S. Gregory Boyd / Brian Byne / Sean F. Kane: Video Game Law. Everything You Need to Know About Legal and Business Issues in the Game Industry, Taylor & Francis, New York, 2018, particularmente en su capítulo 11.
Comments