Aunque el primer actor del Hombre Mono fue Elmo Lincoln (Tarzan of the Apes, 1918), para mí Tarzán siempre será Johnny Weissmüller, del mismo modo que en mi consciencia sólo habrá un 007, Sean Connery. Cuántas horas de diversión pasé delatante de la tele, viendo aquellas películas en las que se reciclaban imágenes de documentales sobre África (cada vez que se mostraba a los aborígenes en sus aldeas), el Hombre Mono siempre acuchillaba al mismo cocodrilo y el porteador africano de turno caía una y otra vez por el precipicio para escenificar su dura condición.
Pero obviamente los orígenes de Tarzán son muy anteriores. Concebido por Edgar Rice Burroughs, vio la luz por vez primera en 1912 en un pulp magazine (revistas de literatura popular denominadas así por la "pulpa" de papel con que se confeccionaban) titulado The All-Story. Claramente conectado con The Jungle Book de Rudyard Kipling (1893), ambas obras literarias tenían en común la idea de un niño criado por bestias que lograba imponerse sobre ellas. Sin embargo, en el caso de Tarzán había algo más: de origen inglés, una vez alcanzada la edad adulta no sólo se convertía en el "rey de la jungla", sino también en un príncipe-dios tribal. Algo que no debe sorprender, puesto que Burroughs estaba convencido de la superioridad intelectual de los británicos, más allá de defender posturas extremas como la eugenesia aplicada a las "mentes débiles".
Precisamente la superioridad que el Hombre Mono mostraba sobre la población africana en sus historias fue utilizada por la intelectualidad gala para cuestionar su difusión en Francia. Tarzán había pasado desde los pulp magazines al mundo del cómic en 1931, publicándose en tiras de prensa desde 1929, a través de la genial pluma de Hal Foster, al que más tarde sustituirían otros dibujantes icónicos como Burne Hogarth y Dan Barry. En formato de comic book empezó a publicarse en Estados Unidos en enero-febrero de 1948 por la editorial Dell Publishing, famosa por editar también las historias de personajes de Disney, y que llevaba a gala ser una de las que ofrecía material de mayor calidad y apto para todos los públicos.
Las tiras cómicas procedentes de diarios estadounidenses comenzaron a llegar a Francia hacia los años 30, sobre todo merced a la publicación de Le Journal de Mickey (1934), y no tardaron en levantar las suspicacias de la intelectualidad gala. En 1938, Georges Sadoul vaticinaba que "la colonización de las lecturas de la infancia francesa será pronto total", haciendo suyos los peores presagios que había planteado Georges Duhamel en su obra Scènes de la vie future (1930) que no en balde se tradujo al inglés con el impactante título America the Menace (1931).
El proceso de "americanización" de Francia se aceleró tras la Segunda Guerra Mundial, merced a los acuerdos comerciales Blum-Byrnes (1946) que abrían el mercado francés a los productos culturales estadounidenses, irritando a la izquierda francesa que alertaba de que su país, culturalmente más avanzado que Estados Unidos, se acabaría convirtiendo en un desecho intelectual. Precisamente fue en este contexto político y económico en el que Tarzán acabó cuestionado.
Especial inquina contra los cómics estadounidenses mostró la revista Droit et Liberté, que había creado de forma clandestina el Mouvement National Contre le Racisme l’Antisémitisme et pour la Paix durante la ocupación alemana y el vergonzoso régimen colaboracionista de Vichy. En sus páginas Tarzán fue blanco de críticas (si se me permite el simple juego de palabras) acusando a las aventuras del Hombre Mono de incurrir en xenofobia por retratar a la población aborigen siempre como villanos salvajes o como sumisos aduladores del "rey blanco".
Un artículo firmado por Monique Danja para Droit et Liberté advertía que los cómics estadounidenses ofrecían a los niños galos un ejemplo nefando: “un mundo de (…) negros idólatras, donde Tarzan es rey, y donde nada se resiste al poder del Dios blanco”. La sublimación de la raza caucásica suponía un adoctrinamiento para los jóvenes galos, tan pernicioso como el practicado por las Juventudes Hitlerianas.
Las acusaciones de racismo habrían de calar en una Francia en la que el problema colonial había estado siempre muy presente. Así, el psiquiatra oriundo de Martinica, Frantz Omar Fanon , que había defendido la independencia de Argelia frente a Francia (apelando incluso al uso de la fuerza), también veía en los cómics de Tarzán una constante demonización de la raza negra. Por su parte, Raoul Dubois, vicepresidente de la asociación Amis de la Commune de Paris mencionaría una carta de protesta emitida por un Comité de defensa del pueblo norteafricano en la que se quejaba de “la propaganda racista [del cómic de Tarzán] (…) contra los norteafricanos. Nos sorprendemos de ver una publicación destinada a los niños que destile disimuladamente el veneno racista”.
Parece evidente que en la persecución de la que fue objeto el personaje de Burroughs operaban varios factores que se entremezclaron. Por una parte, había un claro poso antiamericano protagonizado por miembros del Partido Comunista francés. Sus integrantes ofrecían como alternativa sus propias publicaciones destinadas a la infancia, libres (según ellos) de la violencia, el sexo y la xenofobia que exudaban los cómics franceses. Tal era el caso de Mon Camarade (1933), dirigida por Georges Sadoul y Marcelle Hilsum. Cierto es que en sus páginas esos elementos cuestionados se hallaban casi ausentes, y que, por ejemplo, los indios americanos y la población africana eran protagonistas de numerosas historias, demostrando así una plena tolerancia racial. Pero no es menos cierto que se trataba de cómics con un acusado marchamo adoctrinador, en los que se hacía constante apología del comunismo y en los que la Unión Soviética estalinista era retratada como un auténtico paraíso terrenal.
Un segundo elemento al que hubo de enfrentarse Tarzán en Francia fue el elitismo de la intelectualidad gala, entremezclado con un componente nacionalista (siempre tan presente en nuestro país vecino). Así, en las críticas al héroe selvático y en general a los cómics estadounidenses a menudo se apelaba a que resultaban contrarios al espíritu reflexivo, filosófico y de altos estándares culturales que siempre había caracterizado a Francia.
Finalmente, no deben desconocerse los precedentes históricos (remotos y recientes) de Francia como catalizadores de esa crítica a Tarzán. Desde la revolución haitiana en 1791, la cuestión de la población de origen africano y el tratamiento de las colonias supuso un factor clave para la política gala. A ello había que añadir la dura experiencia de la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial y la represión del régimen de Vichy bajo el mando de Pétain. Precedentes que les hacían recelar de cualquier atisbo de xenofobia y de planteamientos que les sonasen a totalitarios.
Resulta imposible negar que algunas de las cosas que se decían de Tarzán eran exactas. Pero también es cierto que el impacto cultural del Hombre Mono resultó imparable, y arrolló como un torrente cuantas críticas se vertieron sobre él. El país galo ni siquiera se libró de autóctonas imitaciones descaradas de Tarzán, como Targa (1947-1951), dibujado por Georges Estève. Y es que a manudo la intelectualidad y la cultura popular discurren por derroteros muy distintos, como tan bien observó nuestro Ortega y Gasset en "La rebelión de las masas".
Para saber más:
Sobre la representación de la población africana en las historias de Tarzán es interesante la obra de David Peterson del Mar, African, American. From Tarzan to Dreams from my Father. Africa in the US Imagination, Zed Books, London, 2017.
Respecto de la crítica de los cómics de Tarzán en Francia y, en general, sobre la campaña anticómic, resulta imprescindible la lectura de la magnífica obra de Thierry Crépin, Haro sur le gangster! La moralisation de la presse enfantine, 1934-1954, CNRS Éditions, Paris, 2001.
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